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sábado, 21 de febrero de 2015

Soy flaco

La afirmación no es algo que deba sorprender a quienes me conocen, ni que se pueda esconder a aquellos que me ven por primera vez. No hay duda: soy flaco.

Mi flacura no es clandestina, es lo suficiente visible para no pasar desapercibida.

Y soy flaco desde, prácticamente, mi nacimiento. Son ya varias décadas de flacura gracias a los genes, esas cosas que nos pasan nuestros padres y que no pueden ser alteradas. No importa cuanto coma, ni el ejercicio que haga, para los otros siempre he sido y seré flaco.

Una vez encontré en una casa de antigüedades un manual de Charles Atlas con el método que él mismo inventó para convertir a los alfeñiques en papeados. A pesar de la dedicación y el empeño puesto, la cosa no funcionó, seguí siendo flaco.

Cuando nos casamos mi esposa tenía la expectativa de que en mi se repitiera el patrón de todo hombre, según el cual, después del sí ante el juez, engordas. Pues sus deseos se han frustrado porque después de muchos años ni barriga me ha salido.

Les confieso que no comprendo como la gente que he conocido y ha dejado de verme luego de un tiempo, una semana, un mes, dos o cinco años, invariablemente señala: ¡chico pero estás más flaco! o en su variante sarcástica ¡coño, estás más gordo!

Si fuera verdad que el tiempo transcurre bajo la premisa de que cada día soy más flaco, hoy sería una calavera.

Soy flaco, imposible ocultarlo, pero no entiendo por qué la gente con la que te cruzas por primera, y quizás única, vez en la calle, en una oficina, en una tienda o en el cine, toma el adjetivo como forma de saludo o de rompe hielos: dime flaco en que podemos ayudarte; flaco me puedes decir la hora, un permiso flaco.

Un día golpee mi rodilla con una sólida barra de metal, e inmediatamente escuche a la mujer que se sentaba al lado decir: ¡Eso te pasa por ser flaco!

Puede usted imaginar las capas de grasa y carne necesaria para que un golpe en la rodilla con una barra de metal deje de ser doloroso.

Pero llegó el día en el que me pregunté si yo, como retribución a quienes me rodeaban, podría ir por la vida calificando a la gente por su característica más visible o incluso por aquella que trata de ocultar pero nunca es posible.

¿Podría toda relación empezar a partir de un epíteto?

La respuesta a mi pregunta fue un contundente sí.

Y de allí en adelante mi vida cambió.

A "buenos días flaco", "flaco que deseas", "flaco podrías atenderme", flaco etc. etc., respondo: buenos días gorda, calvo unas pastillas, celulítica qué necesitas, etc, etc. Así voy recordándoles a todos lo que son: arrugada, lampiño, barrigón, panzona, manco, culona, narizón, chinga, enano, tuerta, bigotudo, barbudo, dientona, varicosa, fofo, casposo, negro, manchado, catire, bachaco, grasosa, sudón, vieja, orejas peludas, mocoso, cojo, jorobado, pipí chiquito, bola de toro, marutona, flaca.

Alejandro Luy

Publicado en El Mundo, el 26 de febrero de 2004

Yo en el Maratón de la CAF 2012 (o por qué corren los que corren)

Empiezo advirtiendo que este no es un artículo deportivo. El hecho de que yo haya estado en el Maratón de la CAF de 2012 desde las 6 de la mañana no debe tomarse como un indicativo de que soy un deportista que se atrevió a aceptar el reto de correr 21 o 42 K, es decir media o la maratón completa.
Quien me conoce sabe que soy de los que sostiene la tesis de que el deporte es malo para la salud. Una fascitis plantar o un codo de tenista no le da a quienes nos quedamos tranquilo viendo la televisión, aunque sean deportes por ESPN. Esas son algunas de las enfermedades propias de quienes se dicen “deportistas”.
Tampoco se trata de ser un faramallero, para lucir los veintúnicos shores Nike y la veintiúnica franela puma, antes los más de seis mil corredores/as que se soltaron a correr este 26 de febrero.
Fui al Maratón de la CAF para hacer un par de investigaciones. La primera, pretendía tener una medida de cuan atletas son mis amigos, o al menos la gente con la cual estuve relacionado en el pasado. Uno sabe de alguna gente que se la pasa corriendo los 10K, los 21K y hasta las 42K, pero cuántos de esos que son como uno realmente disfrutan de poner sus pasos sobre el asfalto. Bueno después de este día al menos me ha quedado claro que, además de Eddy y Luciano, no parece haber ningún amigo que ande cometiendo esas imprudencias. A nadie más de los que están en mi facebook los vi cruzando la meta. Si sumo a los corredores de diez kilómetros, Diana, Ninoska, Thony, Antonio, Anita y Pedro, entonces queda claro que la mayoría de mis amigos/as son gente normal como Carlos y Norberto que superaron esa etapa de andar corriendo en su juventud temprana. José Agustín parece que va a caer en el camino de la perdición, ojalá la cerveza lo salve.
Pero, y aquí viene la segunda investigación, debe haber un motivo para que más de seis mil personas, jóvenes, viejas, gordas, flacas, bellas o feas, decidan enfrentar ese poco de kilómetros un domingo antes de que salga el sol. No debe ser el premio metálico, que en ésta oportunidad era muy bueno, porque la mayoría no tenía cara de estar engañándose: estaban claritos que son parte de “el lote”.
He escuchado la tesis de que el trotar genera tantas endorfinas que prácticamente terminas drogado, pero si ese fuese el motivo más de uno se le debe haber pasado la nota una vez que los músculos le empezaron a doler. Casi todos los que vi en la carrera luego estaban en las carpas de Dencorub.
Ansioso por saber el motivo pensé que la razón de tanto esfuerzo no la iba a encontrar en el camino sino en la meta. Logrando escabullírmele a los policías, organizadores y voluntarios me quedé plantado por más de cuatro horas en el extremo final de la carrera grabando lo que sucedía cada vez que un corredor traspasaba la meta.
Y fue así como, justo en el momento que salió el sol me di cuenta por qué la gente corre un Maratón. Qué es aquello que los estimula, cuál es el motivo que lo mueve a tanto esfuerzo. Por qué madrugar, gastar zapatos y sudar un domingo de febrero.
La razón: un cambur. Amarillo, madurito y lleno de potasio.
La gente corre para que le den un cambur. Con ese estímulo, vale la pena el esfuerzo. Al menos eso piensan los maratonistas.

Alejandro Luy
26 de febrero de 2012

lunes, 16 de febrero de 2015

Tenis

I
Hubo un tiempo cuando yo respondía ”Tenis” ante la pregunta ¿qué deporte practica? o su equivalente.
Porque, aunque le cueste creerlo, yo fui un jugador de tenis. Jugador con short con bolsillos, muñequera, bandana, raqueta de madera, pelotas, y admirador de Björn Borg, cuando ni siquiera existía ESPN (léase, más o menos, I-ES-PI-EN). El músculo de mi brazo derecho era significativamente más voluminoso que el izquierdo.
Una prueba de que yo era un jugador de tenis es el estado actual de mis rodillas, que ahora no toleran una subidita a El Ávila todo porque sus meniscos se destrozaron mientas practicaba aquel que alguna vez se llamó el deporte blanco.
Estaría yo en primer año y merodearía los 11 años cuando le pedía a mi papá que me llevara al frontón de la Universidad Central de Venezuela, ese que usted ve a la izquierda tan pronto entra por la entrada Tamanaco, todos los domingos por la mañana.
Y mi papá me llevaba. A partir de allí no me queda duda de que mi padre me quiere mucho. Porque hay que ser un padre abnegado para hacer lo que mi padre hacía. No como yo que sólo llevo a mis hijas y a mi hijo al Parque del Este como tres domingos al año, y después de las 11.
Y entonces me paraba yo frente al monstruo verde, picado por una línea blanca a darle a la pelotita, una y otra y otra vez, hasta que indefectiblemente la mandaba para el otro lado, salía a buscarla o mandaba a mi papá.
Créanme que yo iba mejorando con cada domingo que entrenaba, pero la pared era mi único destino. Como era jugador solitario era difícil encontrar con quien entrar a la cancha. Eventualmente, cuando faltaba alguien en un doble alguien me “invitaba” a jugar. Por supuesto quienes me daban la oportunidad lo hacían con mucha resignación. Un psicólogo me haría ver que – para los fines del juego – mi presencia era sólo un “peor es nada”.
De ese tiempo recuerdo una viejita gringa como de 60 años que jugaba de manera impresionante, y era asidua a las canchas de la UCV y del hotel Caracas Milton (donde a veces me coleaba). Cuando hacía pareja de juego con ella, la mujer devolvía todas las pelotas, y vencía a los adversarios, mientras yo buscaba las pelotas que quedaban en la red y esperaba los ciclos necesarios para hacer el saque. Al menos nadie podía obviarme en ese momento del juego.
Pero yo no me amilanaba y seguía jugando, incluso con mi amigo Raúl en la Plaza de la Iglesia de Pagüita, allí al final de la Avenida Sucre y justo en frente del Palacio de Miraflores. Honestamente creo que ni antes ni después de esa época, alguna persona ha jugado tenis en tan particular terreno.
Imagínese que pensaría hoy la Casa Militar si ve a unos adolescentes cursantes de tercer año practicando tan imperialista deporte en la plaza de Pagüita. No dudarían pensar que es una vaina de la CIA.
II
Pero el tenis me hizo aprender muchas cosas y encaminar mi vida.
Cuando salí del bachillerato y mientras esperaba el cupo de la Universidad, dediqué la mayor parte de mi tiempo a entrenarme en el deporte. Fue allí, compartiendo con Domingo y Raúl que conocía mi primer entrenador, y al mismo tiempo a la primera persona que me estafó.
Porque yo tuve un entrenador, que me decía que calentara los músculos, que me lanzaba pelotas, que me enseñaba como agarrar la raqueta tanto en el forehand como el backhand. Me enseñó como debía colocarme en la cancha, en qué momento debía ir a la malla, y hasta como hacerle perder la paciencia al adversario. Mi entrenador organizaba torneos entre quienes jugábamos en las canchas de La Paz, en el Paraíso.
Y fue mi entrenador el que me ofreció un par de raquetas Wilson por 500 bolívares de los del año 80. De los bolívares de antes del viernes negro. Dos raquetas por un poco más de 100 dólares. Pero eran los tiempos cuando uno no hacía la conversión a dólares.
Yo no se cómo conseguí el dinero pero no se me olvida que debí entregárselo completo a mi entrenador, para el adquirir los benditos implementos. Como a las dos semanas me trajo una de las raquetas, y la otra me la entregaría después.
Pasaba el tiempo y la raqueta no aparecía, hasta que llegó el momento en que tampoco apareció mi entrenador.
Así conocí a mi primer estafador.
III
¿Será por eso que a mi me parece que el tenis es una especie de estafa para la salud?
Todo el mundo sostiene que el deporte es bueno para el cuerpo, pero cada vez que pienso en los meniscos de los tenistas (incluyendo los míos), entre una de sus tantas dolencias, más concluyo que deporte igual a cuerpo sano es una ecuación falsa.
Por ejemplo el otro día estaba viendo a Rafael Nadal, el joven español que tiene como tres años como número 2 del mundo del tenis, cuando lo atendían en plena cancha. El “Matador” (así le dicen) tenía una ampollas que usted sólo puede ver en los pies de un jugador de tenis.
Caminar con unas alpargatas en el llano no causa el daño que hace jugar tenis, aun contando con los zapatos más ergonómicos desarrollados por Nike, marca que auspicia a Nadal.
En el abierto de Roma de este año fueron varios los jugadores que debieron abandonar. Dolores en la espalda, mareos, vómitos en transmisión en vivo y directo de ESPN, fueron algunas de las manifestaciones de lo saludable que son los jugadores de tenis.
Es tan particular el efecto negativo del tenis en la salud que hasta hay una enfermedad propia de la especialidad: “el codo de tenista”. Esto es un producto único.
Usted empieza a entrenarse como tenista y sabrá que se ha empeñado en su entrenamiento cuando sienta un dolor insoportable en la articulación del brazo, que lo mandará a un doctor quien, para que pueda recuperar su salud, le dirá que necesita reposo, es decir no hacer ningún deporte.
Pero lo último que he descubierto es que hay en los tenistas problemas sicológicos, más allá de lo que supone que es estar loco para someterse a tanta tortura llamada deporte, que se evidencia en conductas exageradas de acciones típicas del juego.
Yo la bauticé “Patología Djokovic” en honor a su más claro exponente, el jugador serbio Novak Djokovic. Esta es una enfermad que sufre el jugador pero afecta a sus rivales y a los espectadores.
¿Cómo se manifiesta? Imagine que usted es un jugador que hace botar su pelota antes del saque. Un jugador normal, puede hacer 4, 5, 7 rebotes rápido antes de lanzarla por sobre su cabeza para proceder a golpearla con la raqueta y pasarla para el otro lado.
La “Patología Djokovic” se manifiesta en que usted rebota de manera pausada, absolutamente ensimismado, por 17, 18, 19 ó 20 veces la pelota antes del saque. Y lo hace una, y otra y otra vez, a lo largo de dos horas o más de juego.
¿Qué tiene dentro de su mente un sujeto que se pierde en el rebote de una pelotita amarilla durante 20 veces? Hágalo usted y dígame que siente.
Eso no es concentración; eso es una enfermedad mental, y de las peores. Y claro tal comportamiento le rompe los nervios al que está esperando el saque así como a los que tratamos de disfrutar el juego frente al televisor.
El tenis no es otra cosa que un deporte. Una actividad inventada para que unos se esfuercen, suden, se lesionen mientras otros entrenamos nuestra comodidad

Alejandro Luy
1 de junio 2008