1
No tuvo que preocuparse la viuda mientras el difunto vivía. Su palabra era la verdad, sus acciones estaban marcadas de absoluta certeza.
Que él administrara el negocio de la familia no era un favor sino una dicha. Quien pudiera cuestionarlo si solo trabaja para ello, y ella y su hijo incapaz recibían los beneficios.
2
El día que se supo muerto, se entero que no era eterno, y - lo peor - se dio cuenta que la administración de su mayor riqueza seria responsabilidad del heredero ignorante e incapaz.
3
Y el que se iba a morir se murió. Y el hijo, ungido por su padre, se encargó mientras la viuda lloraba y lloraba.
4
Al poco tiempo la viuda seguía llorando y el negocio no iba bien. Ya no había la riqueza que era rica cuando estaba el difunto.
¿Será que el hijo no sabe como hacerlo?, comenzó a ser la pregunta recurrente. Pero la viuda no se convencía.
5
Un día el hijo incapaz le grito a la viuda. No aceptaba cuestionamiento. Dudó de sus intereses.
El negocio daba cada día menos, y la viuda, aun usando estrategias para engañarse, finalmente concluyó que el hijo no es el difunto.
6
La verdad es que el difunto dejo el negocio marchando mal, que el hijo ignorante e incapaz supo acelerar su destrucción.
Pero toda esa verdad la viuda nunca la iba a aceptar, ni siquiera en el lecho de su muerte.
7
Vivimos en tiempo de viudas del gigante. Muchas son anónimas, otras - las intelectuales - se hacen llamar Marea socialista.
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